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Yo a tu edad...

  • Foto del escritor: Cristóbal Angulo Rivero
    Cristóbal Angulo Rivero
  • 20 dic 2022
  • 3 Min. de lectura

Cada año las pensiones escalan puestos entre las principales preocupaciones de los españoles. La pirámide invertida de la población nacional se clava en la esperanza de los mayores mientras los jóvenes esperan un relevo generacional que nunca llega. El mercado de trabajo parece mantenerse hierático, anclado a una promoción cada vez más cansada que no puede (o no quiere) pasar el testigo.

Si hubo una generación perdida, la nuestra es más bien la echada a perder. La que aprendió a decir “crisis” casi antes que papá, la que ha sido amamantada de incertidumbre y criada en la desesperanza. Individuos que han crecido con la eterna promesa de tiempos mejores, sin llegar nunca a verlos. La dialéctica de nuestros padres siempre se basó en la meritocracia y el trabajo duro como camino hasta la realización. Y no es que nos mintieran deliberadamente. En realidad, hasta ahora todo eso había tenido sentido. Sin embargo, esta narrativa se desmorona cuando la receta del éxito ya no funciona y el ascensor social se avería.

Todo esto tiene como consecuencia una cohorte hastiada, acostumbrada a tener que hacer el doble para obtener la mitad; a ser víctima y ser tachada de verdugo. Durante nuestra primera etapa de vida se nos repite la máxima de estudiar, ir a la universidad, hablar varios idiomas… hasta convencernos de que la fórmula mágica estaba anotada en los márgenes de un título universitario. Y al no encontrarla ahí, seguimos buscándola en másteres, posgrados… hasta que nos vemos presos de una educación con síndrome de Sísifo, en el que la meta se aleja a la misma velocidad a la que creemos acercarnos a ella.

Nos encomendamos a instituciones académicas la mayoría de las veces desactualizadas, ajenas al mundo real o tan encerradas en su propia doctrina que no se preocupan de este. Todo por seguir el camino de baldosas amarillas que desde pequeños nos han señalado. Somos presas fáciles de un mercado laboral hostil que rezuma endogamia disfrazada de “recomendaciones” y que desprende un mensaje claro: “la culpa es vuestra, no sois suficiente.

Merece especial mención la anáfora que titula esta pieza, que se ha convertido en el tormento personal de una generación que llega tarde a todo. Una checklist de fracasos y retrasos que machaca la autopercepción de los jóvenes, atenazados por un contexto al que no han contribuido. Tener una vivienda en propiedad o la estabilidad necesaria para tener hijos son para los jóvenes de hoy en día poco más que fantasías.

Pero esta situación no se sostendría sin la otra piedra angular de este sistema: la oferta de empleo joven. Se trata de un mundo paralelo con lenguaje propio, donde “más que una empresa, somos una familia” significa horas extra sin remunerar, “personalidad proactiva” apañárselas sin ayuda y “posibilidad de carrera” una falsa promesa que justifica la explotación a precio de saldo. Las empresas ven la juventud como un medio de uso y disfrute que autoriza el abuso porque “todos empezamos igual” y, si bien esto siempre ha sido una constante en la jerarquía de trabajo, actualmente la retribución que obtienen los jóvenes por este sacrificio es poco menos que injusta. No es extraño encontrar trabajos que incluso sustituyen el salario por “exposición” o “experiencia”, aunque las funciones o responsabilidades sean las de un trabajador de pleno derecho. De hecho, hay compañías que basan su rentabilidad en el abuso de esta dinámica, parasitando la sangre nueva y renovando periódicamente su plantel.

Tampoco ayuda la exposición constante a un ecosistema hipercompetitivo a la que nos vemos expuestos aquellos que nos hemos criado en la red. El espejo de la pantalla siempre enseñará a alguien más capaz, más talentoso, que refuerza la idea de que quizá no merezcamos nada mejor. Los canales de comunicación han sido permeados con el edadismo sistémico y la obsesión con los absolutos, incluso a nuestro nivel. Es así que nuestra responsabilidad, la de los propios jóvenes, es la de concienciarnos a nosotros mismos de que somos tan válidos como todos los que nos precedieron.


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